Hace unos años estuve destinado en la sala de comunicaciones
durante una temporada, recibiendo los avisos que el 112 nos pasaba a través de
Internet y las llamadas de teléfono que los ciudadanos nos regalaban,
gestionando las patrullas y buscando la información que éstas me pedían, bien
fuera de antecedentes, padrón de habitantes, censo de vehículos u otras
solicitudes necesarias para desarrollar el trabajo en la calle.
Un sábado de madrugada, noche del viernes, entró un aviso a
través del 112 sobre gritos en una vivienda, posible consecuencia de un caso de
violencia de género según decía la persona que llamaba. Di aviso inmediato a
las patrullas y las dos más cercanas se dirigieron al lugar, la calle C***,
piso 1º A. Al llegar, se encontraron la puerta del portal abierta, no sé si por
casualidad o porque el alertante la dejó abierta, y los compañeros no se lo
pensaron dos veces: entraron como venados y subieron por la escalera, que un
piso lo sube cualquiera, saltando los escalones de tres en tres hasta el
rellano.
Lo primero que dicta el sentido común y la experiencia es
escuchar si hay voces, golpes o gritos para saber qué está ocurriendo y por
dónde empezar. Silencio absoluto. Entonces hay que llamar al timbre y ver qué
pasa. En este caso abrió una joven (me contaron que de muy buen ver) en ropa
interior muy sugerente y con una marca de un golpe en la mejilla de la que no quiso
dar explicaciones. Dijo que estaba sola en el piso. Lógicamente, los compañeros
pensaron que el agresor estaba en el domicilio y a ella, como suele ser
habitual, le daba miedo hablar aunque le insistían. Si ella negaba la agresión
no había nada que hacer y se tendrían que dar la vuelta. Por desgracia es
frecuente este comportamiento en las víctimas de violencia de género. En este
tipo de avisos te juegas el pellejo con el coche y arriesgas al resto de
conductores y peatones para nada. Frustrante. Y mucho. Pero es lo que hay.
Uno de los compañeros, en un intento desesperado de
conseguir un resultado positivo, le preguntó que si podían acceder al domicilio
a comprobar que no había nadie. Siempre se niegan, pero por preguntar…. ¡Pues
que la moza dijo que sí! Todos adentro a mirar, antes de que la mujer se
arrepintiera, detrás de las cortinas, debajo de la mesa, en la terraza, en los
baños y en cualquier hueco susceptible de alojar a una persona. Y al mirar
debajo de la cama, como si de una escena de “La
vida de Brian” se tratara, apareció un fulano escondido que, una vez puesto
de pie, era de tamaño XXL y sólo llevaba el calzoncillo, lo que, afortunadamente,
le proporcionaba una cierta vulnerabilidad y no se enfrentó a los compañeros.
Luego llegó el momento de las identificaciones y las
comprobaciones y para ello me pasaron los datos de sus documentos, Manuel G.G.
y Susana H.H., para que los metiera en el ordenador y viera si aparecía algo de
interés policial. Pues resultó que el Manolo tenía una orden de alejamiento por
violencia de género desde el miércoles anterior y no podía estar a menos de 300
metros de la Susi. Eso explicaba la marca de la cara. El martes la había zurrado,
él había acabado detenido y el miércoles el juez dictó una orden de
alejamiento. De inmediato di la alerta a los compañeros y procedieron a trincar
al Manolo, con la deferencia de dejarle ponerse un pantalón y una camisa antes
de adornarlo con nuestro complemento favorito: las pulseras.
Manolo y Susi decían que no había pasado nada y que ella era
la que había pedido a Manolo que fuera a darle calorcito, que ya se sabe que el
invierno siberiano es muy frío, pero yo tenía la transcripción de la llamada y
además había un claro delito por incumplir la orden de alejamiento, aunque a
ella le molara más el acercamiento. Así que a dormir gratis en una habitación
del Estado. Separados y a más de 300 metros, como manda el juez.
Hasta aquí todo normal pero…..
Cuando los compañeros estaban a punto de introducir en el
vehículo patrulla a Manolo para llevarlo detenido a la Comisaría, aparecieron
dos vecinas en el portal dando voces: “oigan,
oigan, que no es ahí, que es EN LA OTRA ESCALERA”. Al fondo del portal
había otra escalera que mis compañeros no habían visto con las prisas, y en el
aviso del 112 no se hacía referencia a una escalera concreta. Pues a repetir la
historia: una patrulla subiendo los escalones de la otra escalera de tres en
tres, mientras la otra acababa de meter al detenido en el coche y pedía más apoyo
por si las cosas se complicaban.
Afortunadamente, en la otra escalera no había violencia de
género, sino un caso de ansiedad que fue convenientemente resuelto por el
personal de una ambulancia que llamamos para que fuera al piso. Y mientras
tanto, Manolo y Susana pidiendo que les dejaran continuar la faena una vez
visto que no habían sido ellos los causantes del alboroto. Pero no pudo ser.
De este modo tan absurdo, Manolo pasó su segunda noche en
una misma semana en los calabozos, pensando en su mala suerte y en lo que le
iba a decir a Su Señoría al día siguiente para justificar que había incumplido
la orden de alojamiento.