La víspera del 1 de noviembre, día de Todos los Santos, como
era sábado y se preveía una gran afluencia al cementerio siberiano, me mandaron
al susodicho y, en función de mi categoría, el jefe no me encargó la regulación
del tráfico de los accesos, sino estar a la puerta misma para coordinar lo que
pudiera surgir, que no iba a ser mucho porque todo está planificado, informar
de lo que fuere necesario a los visitantes y de evitar que algún energúmeno
quisiera entrar al interior del cementerio con el coche, que alguno hubo. O
sea, un servicio cómodo salvo por lo que significa estar de plantón varias
horas.
También vi el negocio que supone la muerte incluso años
después de haberse producido. Todos los que acudían allí llevaban su ramo,
centro o cualquier otro adorno floral para las tumbas, nichos o panteones. Me
sorprendió el tamaño de alguno de los presentes, que seguro que con mi sueldo
no podría pagarlo, como si el tamaño fuera una medida del cariño y la añoranza profesados
al difunto.
Muchas personas, especialmente a primera hora, al vernos en
la entrada nos saludaba con un educado “buenos
días”, y otras hacían comentarios sobre su visita: “otro año más a ver a la familia”, “ya son 16 años los que vengo a ver a mi hijo”, “espero que a mis padres les gusten estas
flores”, “por lo menos este año hace
bueno para venir aquí. Se hace menos triste”. Mi compañero me contó que un
hombre de unos 70 años que llevaba dos pequeñas flores en una bolsa se dirigió
a él, no sé si a modo de justificación o de crítica a lo que allí se veía y le
dijo “Le traigo dos flores a mi mujer.
Creo que como recuerdo es suficiente y no hace falta gastar tanto. ¿No le
parece?”. Mi compañero, hombre cabal donde los haya, se limitó a
contestarle “Tiene usted razón, señor. Es
suficiente”.
Intenté adivinar, sin éxito, quiénes eran los visitados basándome
en las características de los visitantes: padres, madres, abuelos, hermanos,
hijos o, simplemente, amigos. Solamente pude deducirlo en un caso: una mujer
llorosa de unos 40 años acompañada de otra de unos 65 y de tres niñas de entre
8 y 14 años, con un ramo tan humilde como su aspecto. Salieron poco después,
con algo más de lágrimas la madre, después de dejar el ramo y mostrarle al
difunto el panorama que le había dejado en la tierra, supongo que muy a su
pesar. Esas lágrimas, las únicas que vi, sí que eran una medida real del cariño
y la añoranza, y no las flores.
Para mi sorpresa, no vi gitanos. Todos los años se presentan
familias enteras con sus mejores galas a llevar flores a sus familiares tal
como manda su tradición, en una competición por ver quien lleva el ramo, centro,
o lo que sea, de mayor tamaño. Cuando lo comenté con mi compañero me hizo ver
que son gente de tradiciones y el día de Todos los Santos, el de la visita
fetén, es el 1 de noviembre, y nosotros estábamos trabajando la víspera.
Aclarado el misterio.
Hubo escenas curiosas como la de una familia que,
aprovechando el buen tiempo, quiso prescindir del coche y se acercó en
bicicleta, con los niños en sus asientos adaptados, y con los ramos de flores
en las cestas delanteras. Me preguntaron si podían meterlas en el cementerio
llevándolas de la mano, que había mucha gente en el interior para ir montados
y, evidentemente, no vi objeción. Parece que la ecología y el sentido común comienzan
a llegar también a estas celebraciones.
Menos sentido común (ya sé que soy un antiguo) tenía la
joven que se presentó con unos tacones cuya longitud superaba a la de la minifalda, eso
sí, de negro riguroso, que debió de ofrecer un atractivo “especta-culo” a los
ocupantes de las tumbas, lugar óptimo desde el que podrían haber disfrutado del
diseño de la lencería si no fuera por su condición de difuntos, y que también
atrajo las miradas de otros visitantes, algunas de sorpresa y otras de reproche,
pero en ningún caso de indiferencia.
Aquí lo dejo. En el cementerio también nos ha ocurrido algún
caso curioso que ya contaré, pero hoy sólo toca descripción de una tradición desde
el punto de vista de un simple observador forzoso.