Translate

viernes, 30 de noviembre de 2018

Las flores del recuerdo


No todas nuestras aventuras son divertidas. Todo lo contrario. La mayoría de nuestras intervenciones, si no son rutinarias, suelen ser tristes o desagradables por las circunstancias que se dan o las consecuencias para los implicados. Por suerte, nuestra mente tiene un sistema de protección por el que olvidamos con más facilidad los momentos malos y recordamos los buenos para no caer en una depresión permanente. Aún así, en ocasiones hay elementos que impiden el olvido de esos momentos tristes y duros. A veces muy duros. Elementos como las flores que alguien, supongo que la madre, renueva desde hace años en el lugar en el que un chico de 16 años tuvo un accidente con su moto y se dejó la vida. Toda la vida.


Las flores del recuerdo.

Cuando llegamos al accidente el chico ya estaba muerto. No hace falta ser médico para darse cuenta de eso. A veces las técnicas de resucitación logran su objetivo y por eso se llaman así, porque antes la víctima estaba muerta.

Venía con un grupo de amigos, todos en sus ciclomotores, desde un pueblo cercano. Al llegar a un cruce se le atravesó un coche e impactó de lleno a máxima velocidad contra el lateral del turismo. Encontramos el casco lejos del cuerpo y abrochado. Suponemos que lo traía sobre la cabeza, a modo de gorro, para que le diera el aire y refrescarse porque hacía mucho calor. Pero, de haberlo llevado bien puesto, tampoco le habría salvado la vida porque las lesiones internas eran fatales, como imaginamos en aquel momento y nos confirmaron después.

El aviso nos pilló muy cerca y varias patrullas llegamos enseguida. Cuando llegamos, dos personas ya estaban haciendo maniobras de resucitación al chico y nos dijeron que eran médicos. Iban a trabajar en su coche, habían sido testigos directos del accidente y no dudaron ni un momento en hacer su trabajo. Llevaban equipos básicos de urgencias (cánula de Guedel, AMBU y otros instrumentos) y se pusieron a intentar el milagro de reanimarlo porque sabían que el chico estaba muerto.



Organizamos la regulación del tráfico para que ellos pudieran trabajar lo mejor posible y procuramos tapar la escena a los cotillas que frenan el coche para ver en directo un poco del espectáculo morboso, que siempre es mejor verlo en directo que ver uno de esos programas de miserias en la tele. Tengo que reconocer que nuestra parte del trabajo fue impecable, pero eso no salva vidas.

La ambulancia llegó rápido. El equipo sanitario está acostumbrado a actuar en estas situaciones y todos los miembros del equipo sabían su papel. Las órdenes del médico de la ambulancia pidiendo medicación, monitores, apertura de vías y otras cosas de su oficio eran constantes. La calzada se convirtió en una UVI improvisada. Los médicos que habían atendido al chico hasta ese momento se pusieron a disposición del médico de urgencias y entre los tres decidieron dejarse la piel en el intento de recuperarlo. El muchacho era demasiado joven para morir allí.

Los amigos estaban muy asustados y uno de ellos llamó al hermano del chico. El hermano llamó a la madre y al padre y los amigos nos dijeron que ambos venían de camino al lugar del accidente. Eso, que no tiene que pasar nunca, podía ser un problema.

La madre llegó muy pronto, cuando los sanitarios llevaban unos 15 minutos trabajando. Vio a su hijo y supo que estaba muerto. Quiso echarse encima de los médicos para abrazar a su hijo y me tocó emplearme a fondo para retirarla y sujetarla y convencerla de que lo mejor que podía hacer era dejar trabajar a los médicos sin interferir.

“Mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo…”


Los médicos siguieron a lo suyo, con más órdenes, más medicación, más esfuerzo. Unos compañeros tapaban la escena con sábanas o sujetaban goteros, otros seguían desviando el tráfico y otros traían agua de una fuente cercana para todos los que estábamos allí. Hacía calor, mucho calor. Media hora de masaje cardíaco y no había respuesta.


La madre seguía con su letanía y por lo menos ya no intentaba echarse encima de los médicos. Sabía que su hijo estaba muerto y los médicos eran su única esperanza; lo único que le quedaba.

“Mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo…”

45 minutos. Habían superado con creces el tiempo que establece el protocolo de reanimación. No había respuesta. Ninguna. No había nada más que hacer.

En un curso sobre atención a las víctimas, un psicólogo nos explicó que las malas noticias hay que darlas cara a cara y de modo muy directo. Decía que es la mejor forma de que la familia asuma los hechos y comience con buen pie su duelo. El médico de la ambulancia debió de hacer ese mismo curso, porque se levantó, se nos acercó y se dirigió a la madre con solo 4 palabras que, por lo lentas y claras, me parecieron 4 disparos a quemarropa: “Su hijo ha fallecido”. No le hacían falta más y no le sobraba ninguna. Ya lo había hecho más veces.

La madre entró de inmediato en la fase de negación: “Pero si está ahí. Haga algo. No está muerto. Mírelo: está ahí”. El médico le repitió con calma: “Su hijo ha fallecido. Hemos hecho todo lo que hemos podido pero no ha sido posible reanimarlo. Lo siento mucho. Ya no podemos hacer más”. Y se dio la vuelta para irse.

Los sanitarios comenzaron a recoger el material de modo mecánico y nos dejaron una sábana para tapar al chico hasta que llegara la funeraria.



No hubo gritos ni escenas espectaculares. El padre había llegado poco antes y no había dicho nada. Se llevó a la madre a un banco cercano, junto a los amigos, mientras nosotros seguíamos desviando el tráfico hasta que la funeraria se llevó al chico, las grúas a los vehículos y los servicios de limpieza dejaron la calle impoluta, como si en aquel cruce no hubiera ocurrido nada. Cuando acabaron, nosotros nos fuimos y la familia y los amigos se quedaron allí.

El cruce ya no existe como tal. Se ha convertido en una zona peatonal en medio de un parque por el que solemos patrullar. Y cada vez que paso por allí, siempre veo unas flores frescas que alguien renueva constantemente desde entonces, antes de que se marchiten, y me viene a la memoria el accidente. Y, a pesar de los años, en la cabeza todavía me resuenan unas palabras:

“Mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo, mi hijo…”

Y las flores no me dejan olvidar.


Lugar del accidente en la actualidad.