Mi compañero Pepe llevaba un rato largo sufriendo las consecuencias de la suculenta fabada que había comido ese día. Su presión abdominal iba en aumento y llegaba el momento de subir en el coche para recogerse, que había sido un largo y caluroso día de verano en la zona vieja de la ciudad en la que había atendido a numerosos turistas y otros ciudadanos con la tradicional amabilidad y eficacia que le caracteriza. Antes de subir al coche, Pepe pensó que era mejor no poner fin a sus sufrimientos en el interior del vehículo para no enemistarse con su compañero y amigo porque, aunque se conocían desde hace muchos años, éste no era partidario de soportar aromas ajenos en el habitáculo, y decidió aliviarse en el exterior, de frente a la puerta del coche, con las manos apoyadas en la ventanilla y sin tomar la elemental precaución de mirar a su alrededor.
En ese instante, una turista de las últimas que quedaban por
el lugar y vio a la pareja llegando al vehículo se acercó a pedir, suponemos, alguna
información a mis compañeros, para lo cual se aproximó correteando por la
retaguardia de Pepe, elevando al cielo el dedo índice de modo inquisidor al
mismo tiempo que, con una jovial sonrisa, pronunciaba un educado “¡disculpe!” justo en el preciso momento
en que Pepe contraía bruscamente los abdominales y realizaba un ligero movimiento
de flexión con sus rodillas, dejando claro para cualquier viandante cercano que
el potente efecto sonoro obtenido, más de trueno prolongado que de viento
racheado, no había sido fruto de la casualidad, sino un acto deliberado, consciente
y voluntario que obtuvo como primera consecuencia la instantánea congelación de
la carrera y de la sonrisa de la mujer, que se quedó petrificada y con su dedo
suspendido en el aire durante unas décimas de segundo mientras se preguntaba si
era oportuno continuar con su consulta justamente a aquel gañán con uniforme, y
como segunda consecuencia las incontenibles carcajadas del compañero de
patrulla, espectador mudo, hasta ese momento, de una escena que finalizó con el
inmediato y grácil giro de ciento ochenta grados de la dama, que ya había
recogido el dedo índice y había decidido que era mejor dejar sus preguntas para
otro momento, lugar o personaje.
Pepe, ya felizmente relajado e ignorante de lo acaecido a su
alrededor, le preguntó a su compañero por las razones de su risa y, tras
conocerlas, se limitó a comentar “pues no
sé para qué utilizarán el culo en su tierra si no es para aliviarse” y
seguidamente se introdujo con toda naturalidad en el vehículo, finalizando de
este modo una jornada que quedará imborrable en la memoria de una de nuestras
visitantes.