Afortunadamente, algunos seres humanos todavía tienen
impulsos que les llevan a realizar buenas acciones aunque, desgraciadamente,
estos buenos impulsos pueden complicar la vida y la situación para acabar
teniendo el mismo final, o peor, que si en lugar del corazón se hubiera
utilizado la cabeza desde el primer momento. Voy a explicarme:
Tarde de un 1 de enero, casi nada: media España disfrutando
de un día de fiesta, y la otra media de sobremesa en casa de la suegra. En
nuestras dependencias se presentó un portugués, bigote incluido, que le contó al
compañero de la puerta que, a unos 20 Km de la ciudad, se había encontrado, inmóvil
en medio de la carretera, un corzo joven supuestamente atropellado porque tenía
las patas traseras rotas y, para evitar que fuera nuevamente atropellado, lo había
recogido y quería hacernos entrega del animal para su curación. Lo primero que pensó
el compañero fue: “a ver a quién c****** encuentro
yo un 1 de enero, que no esté con resaca, para hacerse cargo del bicho”; y
luego pensó que para eso estaba el Jefe de Servicio y lanzó el balón para
arriba. Ya estaba liada.
Tengo que reconocer, aunque esto me cree enemigos, que mi
primer pensamiento fue deliciosamente gastronómico
y, lamentablemente, lo tuve que descartar porque los 2 compañeros expertos en
los menesteres de fogones estaban de vacaciones y fuera de la ciudad. Seguidamente
pensé que, en las condiciones en que venía el corzo, la mejor opción era
llevarlo a un descampado a darle el paseo y quitarle los seguros sufrimientos a
él y los posibles mareos a nosotros.
Pero el Jefe de Servicio, actuando de modo profesional,
comenzó por llamar a un compañero que estaba trabajando y que habla portugués
(sí, en mi trabajo también hay gente que habla idiomas aunque no lo creáis) con
la excusa de recabar la información lo más detallada posible, pero con la
intención real de aprovechar la circunstancia para permitir que el compañero
practicara la lengua de Saramago, que las ocasiones escasean y no hay que desperdiciarlas.
Además pidió a la sala de comunicaciones que contactara con el Centro de
Recuperación de Animales a ver si había alguien disponible para hacerse cargo
de la triste víctima. Casi me dio la risa al oírlo: evidentemente, no había
nadie. Pero como la ciudad es pequeña y siempre hay alguien que conoce a
alguien, a través de teléfonos particulares se localizó a uno de los empleados
del Centro que nos dijo que ellos se ocupan de especies en peligro de extinción
y no de corzos en peligro de muerte, que son cosas diferentes aunque puedan
parecerse.
El siguiente paso fue contactar con el SEPRONA, por eso de
la experiencia con la naturaleza. Pero la realidad de la tarde de un 1 de enero
volvía a ser tozuda y, como era de esperar, no había nadie. El Guardia Civil de
la central telefónica, haciendo un favor, llamó a uno de los miembros de la
sección a su teléfono particular (otra vez la ayuda de las amistades) y éste nos
remitió a la Guardería Forestal de la Taifa Autónoma, donde volvimos a
comprobar que un 1 de enero es mala fecha para ser, simultáneamente, corzo y víctima
de un atropello.
El último paso fue llamar a alguno de los veterinarios del
Ayuntamiento. Yo pensaba que era una broma porque jamás habían venido cuando
habíamos tenido casos con animales, pero hete aquí que uno de ellos cogió el
teléfono y puso toda su disposición para acudir a atender al corcillo. Yo, de
natural malpensado, supuse que el veterinario también había tenido una idea deliciosamente
gastronómica, porque para prestarse a acudir un 1 de enero a atender a un corzo
atropellado, sólo podía ser eso o un extraño propósito de Año Nuevo.
Entretanto, había que hacerse cargo del bicho para que el
buen portugués pudiera seguir su camino y eso suponía otro problema: no teníamos
material adecuado para esta situación. No teníamos una triste cuerda para
atarlo, aunque poca falta le hacía, ni una jaula, ni siquiera podíamos meterlo
en nuestro garaje porque los parásitos del corzo pueden afectar a los perros de
la Unidad Canina. Al final, el pobre corzo quedó atado con una cinta de
balizamiento a la puerta de nuestras dependencias, dando una maravillosa imagen
navideña a los transeúntes.
La última vez que vi al corzo se apreciaba que el corazón le
latía muy deprisa y estaba intentando beber de un cuenco que le habíamos puesto
a su lado. Mi compañero dijo, con su habitual optimismo, que eso era una buena
señal. Yo pensé que taquicardia y sed tenían pinta de hemorragia interna, pero
para eso estaba el veterinario, que llegó poco después y dijo, con un inigualable
ojo clínico, que el corzo, salvando las fracturas, estaba bien y que iba a
buscar las llaves de no sé dónde para llevárselo. A los 5 minutos el malvado corzo
decidió contradecirlo por su cuenta. Cuando volvió el veterinario se limitó a
levantar la bolsa de basura con la que estaba tapado y certificó lo que ya
sabíamos todos: que el corzo estaba muerto y que él se había quedado sin
merienda. Espero que no hubiera llamado todavía a muchos compañeros de mantel,
que es desagradable tener que anular una celebración como esa.
El último despropósito del día fue que el servicio de
limpieza (y de recogida de animales muertos) no empezaba su trabajo hasta las
11 de la noche, y el corzo tuvo que estar tres horas tapado con la bolsa de
basura para que a todos los paseantes que lo habían visto antes con curiosidad
e interés les quedara claro el triste final.
Si el buen portugués, usando la cabeza (y las manos),
simplemente hubiera retirado el corzo fuera de la carretera, la naturaleza
habría seguido su curso normal para deleite y aprovechamiento de alimañas y no
habría alterado innecesariamente la tranquilidad administrativa de un 1 de
enero.
Pero como de toda experiencia hay que intentar sacar conclusiones
positivas, en esta ocasión fue la de saber a qué veterinario no tenemos que
llevar nuestra mascota, especialmente si es un corzo.
Tras el final triste y la conclusión positiva viene a mi mente una canción que puede quedar bien como colofón de la historia, "los corzos por el monte corren que vuelan..." la tocábamos en Magisterio con la flauta y es como un himno no oficial, a lo "Gaudeamus igitur" o mejor "la barraqueta que no té trespol" de D. Benjamín.
ResponderEliminarMuy interesante, ¡ "gastronómico" ! ja,ja.
Lástima, no la conocía o la habría puesto al final. Para otra vez te consulto.
EliminarHistoria sin final feliz, pero la estupenda manera de narrarla, la hace un poco menos triste.
ResponderEliminarMUCHAS GRACIAS por tu comentario. Las historias divertidas son más fáciles de contar y llegan más pero, desgraciadamente, son las menos en mi trabajo. Siempre dije que iba a contar historias curiosas aunque casualmente la primera fue divertida. Habrá de todo en el futuro. Me alegro mucho de que te haya gustado.
EliminarA mí también me ha gustado la historia, aunque me da mucha pena del pobre animalillo.
ResponderEliminarYo creo que en Siberia y siendo 1 de Enero, te mueres aunque no te hayan atropellado, pero de frío !!!
Muchas gracias. Tendré que compensar la pena causada con otra de animales y final feliz, aunque no la tenía pensada. Espero que sea dentro de unos días cuando la perfile.
Eliminar¡¡¡Qué buena idea para un cuento!!! ¿Qué te parece, Jota? La historia de un corzo pequeño cuya madre es atropellada por un vehículo y él se enamora de una princesa y... ah, no, ¡esa es otra historia!
ResponderEliminar